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Segunda oportunidad

6 de diciembre de 2020
in Archivo
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El golpe fue brutal, apenas había salido del estacionamiento subterráneo y al incorporarme a la circulación, no sé de dónde salió aquel enorme camión que me impactó de costado, y después, nada, todo se oscureció, sentí que el mundo se terminaba para mí. ¡Es increíble el cerebro humano! En ese momento, como ráfaga, pasaron a una velocidad no computable por ninguna conciencia, desde el día que tuve uso de razón hasta ese instante. Pensé que aún tenía muchas cosas por hacer y al parecer, el final de mi existencia era inminente. Fueron unas fracciones pequeñísimas de segundo, me invadió la ira, el desencanto, la rebeldía. Apenas tenía treinta y ocho años, una esposa y tres hijos que ¡no vería crecer! El más pequeño tenía en ese entonces ocho meses y el mayor, cinco años, la niña acababa de cumplir tres. En medio de ese huracán de pensamientos que me atormentaban, descubrí un hilillo de sangre que se deslizaba por mi oído izquierdo y me corría hasta el cuello empapándome  la camisa, sintiendo mi sangre caliente que no dejaba de fluir. Pensé que era algo grave, en ese momento, un plácido sopor me invadió, la vista se oscureció y me sumí en las tinieblas de la inconciencia. Lo último que pensé antes de entrar en ese estado, fue que mi mujer y mis hijos sufrirían sin mí, y no les dije lo mucho que los amaba tantas veces como lo hubiera deseado. Mi infancia fue difícil porque quedé huérfano de padre a los ocho años y como era el mayor, tuve una hermanita tres años menor que yo, mi mamá, me dio la responsabilidad de cuidarla para que ella pudiera trabajar y así mantenernos. Era demasiado para mí y me volví introvertido, porque el dolor de la muerte de mi padre se entretejió con el hecho de cargar con una responsabilidad de tal magnitud que no me dejaba ser como los otros niños, porque mientras ellos jugaban en la calle, yo estaba en la casa cuidando a mi hermana y ayudando a mamá con la limpieza cuando salía de la de la escuela, ¡me fastidiaban los gritos y juegos de esos niños! Era la rabia contenida porque yo hubiera querido estar afuera y no podía. Así crecí entre frustraciones, recortes económicos y soledad. La  habilidad de mi madre, me permitió estudiar,  llegar a ser un licenciado en derecho y seguir con mi vida, pero nunca me pude liberar  de mis frustraciones pasadas que como  cadenas no me dejaban ser y hacer lo que me dictaba mi corazón, que estaba prisionero de mis secretas insatisfacciones; era como una cactácea del desierto, que aunque su corazón es tierno, fresco, jugoso,  está rodeado de punzantes espinas, para no dejar que nadie penetre su coraza y lo lastimen.  En esos momentos previos a la pérdida de conciencia, volví a sentir la frustración y el desamparo cuando vi a mi padre en un ataúd rodeado de flores, pálido, silencioso, inmóvil, impasible ante mi dolor, y sordo ante mi llamado.

No sé cuánto tiempo pasó desde el instante en que me impactó el camión, pero después del relampagueante recorrido por mi vida, el silencio y las tinieblas, que padecí, empecé a escuchar la voz de mi esposa como si viniera de otra dimensión. Me di cuenta que mi mano estaba entre las de ella porque instintivamente la cerré y en ese momento, entre sueños escuché una voz desconocida, que después supe que era la del doctor, que decía con júbilo: “¡ha vuelto!, ¡ha vuelto!”. En ese instante, a una velocidad vertiginosa, me di cuenta que el cuerpo me dolía, la cabeza la tenía vendada, y un montón de tubos pendían de mi cuerpo, escuché el sonido del monitor que se conecta al corazón para registrar su estado. Y lo más maravilloso, pude ver el rostro de mi esposa, sonriente y bañado en lágrimas de felicidad porque por fin vio que mis ojos se abrieron, estaba consciente y podía ver y oír. ¡Fue maravilloso sentirse vivo! No importaba el dolor ni el estado en que estaba.  Vinieron a mi mente los últimos recuerdos anteriores al accidente. Tendría la oportunidad de hacer ¡tantas cosas!  Dios increíblemente me había dado una segunda oportunidad y eso me pareció ¡increíble! ¡comprendí que nunca desperdiciaría ni un minuto de mi vida en tonterías.

 Cuando estuve consciente, me explicaron que el camión que me había impactado, participó en un asalto, entró en sentido contrario a la circulación y me chocó. Mi pierna derecha no ha recuperado la movilidad total y tal vez nunca la recupere por el golpe que recibí en la cabeza, que, afortunadamente, no fracturó mis huesos, sólo provocó un poco de inflamación en las meninges, por eso perdí la conciencia por varios días, pero… ¡no me importa! Porque estoy vivo Puedo trabajar, puedo abrazar a mi familia, puedo ver el sol, al amanecer y al ocultarse, puedo aspirar el perfume de la hierba húmeda cuando llueve, sobre todo, me di cuenta de muchas cosas que debo corregir para aprender a ser plenamente feliz y saber dar felicidad a quienes me aman. ¡No cabe duda! El Creador Universal nos da oportunidades para enmendar conductas equivocadas, pone ante nuestros ojos la luz de la sabiduría, pero somos nosotros quienes debemos estar atentos a los indicadores que todos los días están a nuestro paso como destellos. De nosotros depende si los vemos o permanecemos ciegos a ellos.

Hoy hace dos años de aquel incidente horrible que estuvo a punto de quitarme la vida. Cada mañana, al abrir los ojos, veo el horizonte, doy gracias a Dios de poder hacerlo y pienso que es una nueva oportunidad para crecer, para recuperar el tiempo perdido, para luchar por lo que quiero, para comprender, tolerar, amar y vivir mejor. Cuando el desánimo me embarga por alguna causa, viene a mi mente el momento de aquel choque brutal y de inmediato paro esa inercia, recuerdo que antes, cuando no la dominaba a tiempo, como una infección empezaba a crecer hasta invadir mis sentidos y perder la cordura, haciendo que todo lo viera negro, me encerrara en mí mismo generando enojo injustificado que lastimaba a los que más quería. La verdad, ¡aprendí la lección!

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