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¿Quién es José Jerí Oré y quién lo protege?

Por José Carlos Luque Brazán

12 de octubre de 2025
in Todas las voces
Por José Carlos Luque Brazán ǀ ¿Quién es José Jerí Oré y quién lo protege?

Por José Carlos Luque Brazán ǀ ¿Quién es José Jerí Oré y quién lo protege?

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El nuevo presidente del Perú sin un pasado público ni privado

 

En el Perú, la política se ha convertido en una máquina de producir presidentes y olvidarlos. Desde el 2016, el país ha tenido siete mandatarios. Cada uno ha caído, más por el peso de las intrigas que por la fuerza del voto. Dina Boluarte fue la última en desplomarse, arrastrada por un Congreso que se comporta como un tribunal sin ley. Y en medio de esa ruina institucional, un nombre emergió de la nada: José Enrique Jerí Oré.

Un hombre de 38 años, abogado, militante de un partido menor, que en cuestión de días pasó de ser un congresista de bajo perfil a presidente de la República. Su ascenso fulminante fue tan sorprendente que muchos peruanos se preguntaron —con genuino desconcierto— quién era ese rostro que juraba ante la nación, con gesto rígido y mirada vacía, prometer que “comenzaría a construir las bases de un nuevo Perú”. Este político pareciera haber nacido hace un par de años.

Su voz sonaba templada, su discurso era correcto, pero no decía nada. No había en él ni la épica de un caudillo ni la destreza de un tecnócrata. Lo que sí había era un orden perfectamente calculado: un hombre sin pasado es, en política, el material más moldeable que puede existir. José Jerí encarna esa figura. Su biografía es tan opaca que parece diseñada para ser olvidada. Ningún medio ha publicado datos sobre su infancia. Nadie sabe dónde estudió la primaria o la secundaria, quiénes fueron sus padres o qué barrio lo vio crecer. Su historia aparece, como por arte de magia, recién en la universidad, cuando su nombre empieza a figurar en registros académicos. No hay fotos escolares, no hay amigos de juventud, no hay maestros que lo recuerden. En un país donde todos los políticos arrastran genealogías visibles —algunos de cuna, otros de lucha—, Jerí es una excepción: un hombre sin origen público.

De acuerdo con los registros oficiales, nació el 13 de noviembre de 1986 en el distrito limeño de Jesús María. Y ahí se detiene la información. No hay nombres de padres, ni rastros familiares, ni siquiera menciones a hermanos. Por ley, esa información existe: la partida de nacimiento —según el artículo 21 del Código Civil— debe consignar a los progenitores. Pero el documento, aunque real, permanece en la sombra. Nadie la ha mostrado, nadie la ha filtrado, nadie la ha buscado. No es un detalle menor: en el Perú, donde la filiación familiar pesa tanto como la afiliación política, la ausencia de genealogía no es una casualidad, sino una estrategia. Esa omisión, deliberada o construida, es la clave de su perfil. En un contexto donde la política es terreno de sospechas y linajes contaminados, Jerí emerge como el producto ideal: sin raíces, sin pasado, sin memoria que lo comprometa. Su biografía empieza cuando su poder comienza. Su historia no tiene prólogo. Lo que lo precede es silencio. Y en la política peruana, el silencio es poder.

Su hoja de vida oficial en el portal del Congreso apenas ocupa unas líneas. Indica que estudió Derecho en la Universidad Nacional Federico Villarreal, donde obtuvo el bachillerato en 2014, y que se tituló como abogado en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega en 2015. Más tarde, cursó una maestría en Gestión de Políticas Públicas en la misma Villarreal. Nada más. Ningún trabajo previo, ningún detalle sobre su adolescencia o su formación cívica. Su historia es una ficha técnica: un nombre, una fecha, dos universidades, un título. Nada que revele humanidad, ni pasiones, ni contradicciones. Lo más inquietante de esa biografía mínima es que parece haber sido cuidadosamente editada. Es el tipo de hoja de vida que se escribe no para contar una trayectoria, sino para no dejar rastros. En un país donde los políticos suelen jactarse de sus orígenes, Jerí es una anomalía: no pertenece a nadie. Ni a la élite limeña, ni a la izquierda popular, ni al funcionariado ilustrado. Su fuerza proviene precisamente de esa falta de pertenencia. Puede ser todos y ninguno, moverse entre bloques sin compromisos, adaptarse al viento parlamentario como una hoja sin raíz.

En 2013, se afilió a Somos Perú, el partido fundado por Alberto Andrade, aquel alcalde capitalino que en los años noventa encarnó una ética de gestión democrática frente al autoritarismo de Fujimori. Pero el Somos Perú de Jerí ya no era ese. Con el tiempo, la organización se había convertido en una franquicia electoral, un cascarón ideológico que vende su logo al mejor postor. Jerí ascendió rápido en ese vacío: fue secretario nacional de Juventudes, luego de Doctrina y Formación Política, y en 2025 alcanzó la secretaría general del partido. En menos de una década, se convirtió en el cuadro más visible de una estructura sin alma. Su carrera parlamentaria comenzó en 2021. Postuló por Lima con el número 3 de la lista de Somos Perú, encabezada por Martín Vizcarra, el expresidente inhabilitado tras el escándalo de las vacunas VIP. Vizcarra arrastró votos, Jerí apenas obtuvo 11 654 preferencias. No habría ingresado al Congreso, de no ser porque su líder fue impedido de asumir el cargo. Así, como suplente de Vizcarra, Jerí tomó su curul. Llegó al poder por una ausencia. Su destino estaba escrito desde entonces: ocupar el lugar del otro. Una traición en el más clásico estilo fujimorista.

Dentro del Congreso, su figura pasó inadvertida durante los primeros meses. No era un orador brillante ni un ideólogo destacado. Su talento, si alguno, residía en el cálculo. Fue aprendiendo a tejer silenciosamente alianzas, a hacer favores pequeños, a moverse entre bancadas sin provocar desconfianza. En 2024 logró la presidencia de la Comisión de Presupuesto, un cargo aparentemente técnico, pero decisivo. Desde allí, se construyen lealtades. Los alcaldes y gobernadores que dependen de transferencias del Estado saben a quién visitar y qué ofrecer. Jerí aprendió a administrar ese tráfico con precisión: siempre sonriente, siempre disponible, siempre prudente. El poder, en el Perú, es una red de favores, y él supo tejerla sin aspavientos.

Cuando Dina Boluarte fue vacada, la maquinaria congresal necesitaba un rostro que garantizara continuidad sin generar rechazo. Ni demasiado visible ni demasiado débil. Ni reformista ni radical, un conservador emboscado. El perfil de Jerí encajaba a la perfección. En julio de 2025 había encabezado la lista para la Mesa Directiva del Congreso, respaldado por un bloque heterogéneo de bancadas: Somos Perú, Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Acción Popular e incluso sectores de Perú Libre. Sesenta y un votos bastaron para instalarlo. Dos meses después, el destino completó el ciclo: Boluarte cayó, y el presidente del Congreso se convirtió en presidente del Perú.

La prensa internacional lo describió como “el derechista José Jerí”, un político de discurso ordenado y sonrisa congelada. Algunos medios, como EFE y Cadena SER, subrayaron su carácter conservador, pero no lo ubicaron en la ultraderecha. Es cierto: Jerí no es un cruzado ideológico ni un fanático religioso. No pertenece al Opus Dei ni a ninguna corriente confesional. Su conservadurismo es pragmático, casi burocrático. Defiende el orden porque el desorden lo amenaza. Habla de estabilidad, pero su estabilidad sirve sobre todo a quienes necesitan tiempo para protegerse.

El bloque que lo sostiene no tiene una doctrina común, sino un interés compartido: preservar el sistema de privilegios que los ha mantenido en el poder. Los fujimoristas lo respaldan porque garantiza el control parlamentario. Los de APP porque asegura los presupuestos regionales. Los de Acción Popular porque reparte cargos en comisiones. Y los de Somos Perú porque, con él en el poder, el partido recupera visibilidad. Es una alianza sin ideología, una coincidencia de autoprotección. Jerí es su rostro: un rostro sin historia, sin ideología, sin pasado. Sin embargo, debajo de esa apariencia de orden se esconden sombras. En enero de 2025, una denuncia por violación sexual lo colocó en el centro de un escándalo. Según la víctima, durante una fiesta en Canta perdió el conocimiento y despertó con signos de agresión. El juzgado ordenó medidas de protección y dispuso que Jerí recibiera tratamiento psicológico por “conductas impulsivas”. La Fiscalía archivó la causa por falta de pruebas, pero la investigación por desobediencia judicial —por no cumplir el mandato terapéutico— sigue abierta. La prensa reprodujo fragmentos de un informe psiquiátrico que lo describía como “persona con rasgos de impulsividad sexual”, algo que La Silla Rota retomó en una nota que definía su temperamento como “una bomba de relojería en el poder”.

Poco después, una empresaria llamada Blanca Ríos lo acusó de haber recibido ciento cincuenta mil soles para incluir su proyecto en el presupuesto nacional. Gestión y Infobae documentaron la denuncia. Ninguna prosperó. Tampoco la Fiscalía avanzó con el caso de presunto enriquecimiento ilícito, pese a que Milenio reveló que Jerí declaraba participación en cuatro empresas privadas y un patrimonio que creció un 200 % en tres años. Todo fue silencio. En un país donde la justicia se mueve al compás de la política, Jerí parecía contar con un escudo invisible.

Ese escudo tiene nombre: Congreso. El Parlamento es su zona de inmunidad. Allí lo protegen las bancadas que lo encumbraron. A cambio, él mantiene cerradas las comisiones que podrían investigar a sus aliados. Es un pacto de supervivencia mutua. Quien cae, arrastra al otro. Por eso el silencio es tan compacto. Nadie pregunta demasiado. Nadie quiere romper la cuerda.

La prensa concentrada, que en otras épocas habría olido sangre, ha optado por la cautela. Ni los grandes diarios ni los canales televisivos han investigado su pasado con la intensidad con que lo harían en otro caso. El tono dominante es el de la prudencia: notas biográficas, semblanzas neutras, entrevistas sin preguntas incómodas. El empresariado tampoco tiene interés en desestabilizar a un presidente que promete continuidad económica y acuerdos administrativos. Todo indica que Jerí es funcional al orden existente, y en el Perú, eso basta para ser protegido.

Su discurso de investidura fue una pieza breve y calculada. Dijo que su gobierno sería “de transición”, que garantizaría la estabilidad y que respetaría los compromisos internacionales. En su rostro no había emoción. Parecía un funcionario anunciando una resolución. Prometió “proteger a los peruanos por un breve tiempo”, como si el país fuera un expediente que debía custodiar hasta que alguien más lo reclamara. En cierto sentido, su tono fue honesto: Jerí no gobierna el Perú, lo administra. No tiene un proyecto de nación ni un sueño colectivo. Es el gerente de una crisis interminable.

Su estilo personal confirma esa lectura. Vive solo, sin familia pública. No hay esposa, no hay hijos. “Tiene pareja”, dijeron los medios, “pero no está casado”. Tampoco se le conocen amistades visibles ni círculos de confianza más allá de su entorno político. La soledad parece acompañarlo como parte de su identidad. En las fotos oficiales se le ve aislado, con las manos cruzadas, los hombros tensos, la mirada fija en el suelo. No es timidez, es cálculo. En un país donde todos los gestos pueden ser interpretados como signos de lealtad o traición, el silencio corporal también es una estrategia.

Esa discreción se ha vuelto su principal escudo. Mientras los viejos políticos se desgastan entre escándalos y peleas mediáticas, Jerí sobrevive en la penumbra. No provoca adhesiones, pero tampoco odios fuertes. No inspira, pero tampoco amenaza. Su poder es el de la ambigüedad. No se define, no promete, no confronta. En una democracia fragmentada, esa neutralidad puede ser oro. Hay quienes lo comparan con ciertos tecnócratas de los noventa: hombres jóvenes, discretos, sin pasado político, reclutados por las élites para sostener gobiernos débiles. Pero Jerí no es exactamente eso. Su perfil es más sombrío. No viene del mundo académico ni del empresariado, sino del aparato burocrático que sobrevive bajo cualquier régimen. Es el funcionario que aprendió a moverse en la sombra del poder y, sin darse cuenta, terminó convertido en su rostro.

Su llegada a la presidencia no fue un accidente. Fue el resultado de una larga descomposición institucional en la que los partidos dejaron de producir líderes y empezaron a fabricar operadores. En esa lógica, Jerí es el producto final: un operador que llega al máximo cargo porque nadie más puede ocuparlo. No tiene enemigos visibles porque no representa una amenaza. Y en un país fatigado por el conflicto, la ausencia de amenaza es casi una virtud.

El politólogo Aníbal Quijano hablaba del “vacío de representación” como el signo de las democracias periféricas., pero José Jerí es algo más, es el espécimen perfecto de la democracia chupacabras postfujimorista, es la encarnación literal de ese vacío. No hay en él relato, ni historia, ni proyecto. Es una figura que ocupa un espacio porque el espacio estaba libre. En un sistema político erosionado, el poder ya no necesita líderes, necesita administradores. Y Jerí cumple ese papel con una eficacia que aterra: mantiene la calma, reparte los cargos, negocia con todos y no se mancha con nada. A veces, sin embargo, el silencio empieza a pesar. Algunos periodistas —pocos— han intentado hurgar más allá del relato oficial. Uno de ellos descubrió que Jerí había vivido por un tiempo en la urbanización San Felipe, en Lima, donde habría trabajado de mensajero durante su juventud. Otro encontró registros laborales menores en una consultora jurídica. Ninguno pudo confirmar esos datos con documentos. Es como si el pasado se desvaneciera a medida que se intenta alcanzarlo.

 

La biografía del presidente es un espejo donde no se refleja nadie.

¿Quién lo protege, entonces? La respuesta se multiplica. Lo protege su partido, porque sin él perdería representación en el Congreso. Lo protege la coalición parlamentaria que lo encumbró, porque su caída abriría una guerra entre facciones. Lo protege el empresariado, porque garantiza estabilidad macroeconómica. Lo protege la prensa, porque el silencio vende más que el conflicto. Y lo protege, sobre todo, la desmemoria de un país acostumbrado a la rotación del desastre. En un contexto donde el cambio se ha vuelto rutina, la indiferencia se convierte en la mejor coraza.

A siete años del colapso de Pedro Pablo Kuczynski, el Perú parece vivir en una transición perpetua. Ningún presidente dura, ninguna promesa se cumple, ningún proyecto se consolida. El Estado funciona por inercia y los ciudadanos sobreviven por costumbre. En ese paisaje, Jerí no desentona: es el administrador ideal del interregno. Un presidente de trámite, diseñado para sostener la fachada de una república sin cimientos. Los medios extranjeros lo miran con extrañeza. Milenio lo describe como “un mandatario discreto, de tono tecnocrático, con participación en empresas privadas y una fortuna declarada en aumento”. La Silla Rota lo retrata como “un político de impulsos desbordados y carácter reservado”. Clarín y El Tiempo insisten en su juventud y su falta de familia. EFE lo resume como “el derechista que promete estabilidad sin reformas”. En todas esas descripciones hay un punto en común: Jerí es un enigma. Nadie sabe exactamente quién es, pero todos saben por qué está ahí.

Su mandato, que en principio se extenderá hasta junio de 2026, transcurre entre la calma aparente y los rumores de descomposición. Los conflictos sociales continúan en las regiones, los escándalos se acumulan, la desigualdad se agrava. Pero nada parece alcanzarlo. En las encuestas, su popularidad se mantiene en niveles bajos pero estables. Ni cae ni sube. Es la quietud de la indiferencia: un presidente invisible en un país cansado de mirar. A veces, en política, el silencio se confunde con estabilidad. Y el sistema, agotado pero vivo, agradece esa ilusión. José Jerí ha aprendido a habitarla. Es el custodio de un orden que no cree en nada, un mediador entre los restos del poder y la nada que los rodea. Gobernará —si no cae antes— hasta que otro vacío lo reemplace. Entonces, volverá a ser lo que siempre fue: una sombra en el registro del Congreso, un nombre sin relato, un presidente que no deja huellas.

Su historia, si alguna vez se cuenta, no será la de un hombre que llegó al poder, sino la de un país que perdió la capacidad de recordar. Porque cuando el olvido se vuelve sistema, los hombres sin pasado son los únicos que pueden gobernar.

Fuentes: Milenio (2025); La Silla Rota (2025); EFE (2025); Cadena SER (2025); El Tiempo (2025); Clarín (2025); Infobae (2025); Gestión (2025); RPP Noticias (2025); Perú21 (2025); Código Civil del Perú, art. 21; RENIEC (2024).

 

*José Carlos Luque Brazán es egresado del doctorado  en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México,  profesor investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y uno de los referentes latinoamericanos en los estudios sobre ciudadanía, memoria, migración y derechos humanos.. Nacido en Arequipa, Perú, se formó en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, donde estudió Antropología y Sociología entre 1991 y 1996. Durante su etapa en Santiago, participó activamente en movimientos estudiantiles y organizaciones de migrantes latinoamericanos, experiencia que marcaría su pensamiento político y su sensibilidad hacia los procesos de exilio y ciudadanía transnacional. Es maestro en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede México, es autor de un centenar de artículos, capítulos de libros y libros académicos y científicos y su obra es citada y traducida al inglés, francés y portugués.

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