Todas las encuestadoras en Chile dan por hecho el triunfo de Kast sobre Jara. En promedio, el candidato de derecha aparece con una ventaja de entre quince y dieciséis puntos: 57% versus 43%. Ese número se repite como un mantra en diarios, radios, paneles televisivos y columnas de opinión. La conclusión parece cerrada: Kast va a ganar, Chile se inclinaría otra vez por la derecha. Pero lo que no dicen los medios de comunicación, y lo que comienza a verse cuando se revisan los datos con cuidado, es una anomalía persistente: las encuestadoras chilenas han sobrestimado a Kast en todas las elecciones recientes, inflando su votación real en aproximadamente ocho puntos tal como lo hicieron en las últimas elecciones presidenciales mexicanas. Ese 8% no es ruido estadístico: es un sesgo demoscópico que construye percepciones y, lo que es más peligroso, produce comportamientos políticos.
Esa “inflación demoscópica” tiene efectos concretos. Genera un clima de inevitabilidad: desmoviliza al electorado opositor, alimenta la narrativa del “ya ganamos” y refuerza la creencia de que cualquier esfuerzo por revertir el resultado es inútil. Se instala así una profecía autocumplida. El problema no es técnico, es político. Las encuestas en Chile siguen midiendo un país que ya no existe: un electorado homogéneo, nacional, urbano y estable. Pero desde 2012 existe otro actor silencioso que cambia el mapa electoral en muchas comunas metropolitanas: el voto migrante.
Las empresas demoscópicas siguen ignorando o subrepresentando ese voto, que es móvil, desconfiado y territorial. En Santiago hay cuatro comunas donde el voto migrante se ha convertido en factor decisivo: Estación Central, Recoleta, Independencia y Santiago Centro. Ninguna encuesta masiva incorpora correctamente el peso de estas zonas, ni su composición sociopolítica. ¿Por qué importa esto? Porque el voto migrante está totalmente fracturado entre dos racionalidades, y esa fractura coincide exactamente con la línea política que divide a Kast y Jara.
En Estación Central, donde los migrantes venezolanos son mayoría, Kast ha sido el candidato más votado y Kaiser el segundo, con preferencia clara. Ese voto está marcado por una memoria del colapso institucional. La politóloga Elizabeth Jelin señaló que “las memorias traumáticas configuran prácticas políticas futuras” (2002). Ese enunciado parece escrito para explicar lo que pasa con los venezolanos en Chile: no votan por Kast por admiración a su programa, sino porque representa la garantía de que Chile no se convierta en “otra Venezuela”. Es un voto negativo, preventivo, construido por pedagogías del exilio (Roniger, 2013).
Pero en Recoleta, Independencia y Santiago Centro el patrón es opuesto. Allí predominan peruanos, colombianos, haitianos, dominicanos y bolivianos. El primer lugar es Jara, el segundo Parisi, el tercero Mathei. Kast y Kaiser son minoritarios, casi marginales. Ese voto está moldeado por una memoria distinta: no la del colapso estatal, sino la del racismo cotidiano. La antropóloga Elizabeth Jelin diría que aquí también hay memoria, pero es una memoria del cuerpo: controles arbitrarios, acentos burlados, sospecha policial, miedo a la deportación, “limpieza” urbana disfrazada de orden. Otra vez, un voto negativo, pero en dirección contraria: contra la restauración autoritaria.
Ese contraste tiene un nombre: la fractura chilena.
La fractura no es solo ideológica, es emocional y territorial. Hannah Arendt decía que el miedo organiza la política antes que las ideas (1951). Chile está dividido por dos miedos: el miedo al caos y el miedo a la exclusión. El miedo de quienes vivieron el derrumbe institucional en Caracas y el miedo de quienes viven el hostigamiento institucional en Santiago. Ninguna encuesta incorpora estas capas.
Ahora bien, hay otra variable silenciada: el antipinochetismo. Chile tiene memoria larga. En cada elección presidencial, sobre todo cuando la derecha se muestra segura, emerge una fuerza invisible que reorganiza el voto. Es un voto “nunca más”. Ese voto no siempre es de izquierda, pero sí es anti-soberbia, anti-prepotencia, anti-impunidad. Surge frente a la sensación de que el país podría retroceder a lógicas autoritarias, militares o xenófobas.
La frase “orden y seguridad” activa recuerdos en generaciones que no vivieron la dictadura, pero que crecieron oyendo relatos, viendo documentales, visitando el Museo de la Memoria o viviendo, en carne propia, la violencia de Carabineros en la Plaza de la Dignidad el 18-O. Es antipinochetismo transgeneracional. No está en las encuestas, pero está en el aire.
La derecha chilena, como la peruana, suele cometer el mismo error: la soberbia electoral. Cuando creen tener asegurada la victoria, se dividieron en tres candidaturas en vez de construir una candidatura única y ahora subestiman a ese voto invisible, el voto de la memoria y dignidad. Eso ocurrió cuando la derecha peruana le abrió el camino a Jorge Castillo. Apostaron todo a la idea de “vencer por miedo”, gritando orden y seguridad y al final el miedo los derrotó a ellos. Puede ocurrir lo mismo con Jara. Si la derecha insiste en inflar sus propias cifras, en repetir que “esto está ganado”, puede estar abriendo una puerta que no ve venir.
Datos duros: en los últimos tres ciclos electorales, Kast ha llegado inflado en 6 a 9 puntos. Después baja. Siempre baja. Y ese margen estadístico coincide con la diferencia promedio que le dan ahora sobre Jara: 15 puntos. Si descontamos el sesgo histórico, la elección podría estar realmente 50/50 o 49/51, no 57/43. Esa no es una predicción: es una advertencia.
En la encuesta migrante hipotética de 352 votos que revisamos, en Estación Central Kast obtuvo 45 de 91 votos venezolanos, pero en Recoleta y Santiago Centro no llegó a 10 en cada comuna. La geografía del voto migrante demuestra que no existe “la elección”, existen elecciones múltiples: voto del exilio, voto del precariado, voto de memoria, voto del miedo. Como decía Alessandro Forti, “la democracia se decide en los márgenes, no en el centro”.
Jara no necesita ganar matemáticamente. Necesita activar políticamente el antipinochetismo dormido, el voto silencioso, el voto no encuestable. Si lo hace, Chile puede repetir la historia que la derecha no aprendió de Perú: creer que la opinión pública ya decidió es la mejor manera de perder lo que creías tener asegurado.
Porque esta segunda vuelta no se define en los estudios de campo, sino en las calles, los barrios y las memorias que sostienen el acto político más profundo: votar para que la historia no se repita. Las Alamedas siguen abiertas.









