
«La Influenza Ha Puesto en los Rostros el Espanto.» Es el encabezado del periódico El Pueblo (10/11/1918) sobre la presencia de la Gripa Española, una de las pandemias más terribles del siglo XX. Sobe su origen en Tamaulipas, las fuentes responsabilizan un grupo de migrantes que ingresaron por Nuevo Laredo, donde se registraron 4 mil casos de la enfermedad y mil en Piedras Negras, lo cual ocasionó el cierre de las aduanas norestenses.
Como era costumbre, las autoridades informaron al gobernador Andrés Osuna, sobre la gravedad del asunto: «Hónrome comunicar a usted que epidemia…Influenza Española, ha desarrolládose esta población -Nuevo Laredo- bajo forma intensa, ya se han tomado toda clase de precauciones, para atenuar sus efectos. Visto lo anterior he de agradecer, procure aislamiento dicha población a fin de evitar propagación.»
La Gripa Española entró a América, por culpa de algunos ex combatientes de la Primera Guerra Mundial en Europa. Mientras en el centro del país, su presencia se atribuye a Manuel Gómez, Superintendente del Ferrocarril División quien al llegar a la capital, presentó síntomas de neumonía, catarro, calentura y fuertes dolores de cabeza, sin que existieran medicamentos efectivos para su tratamiento.
Ante esta situación, un renombrado laboratorio de Roma recomendó a los pobladores la ingesta de jugo de limón para «reforzar» la inmunidad y curación. De acuerdo al periódico EL Pueblo (10/24/1918) en México se registraron diariamente, un promedio de 2 mil defunciones.
Como una maldición, la Gripa Española avanzó de manera “inexplicable”, por casi todo el territorio mexicano. Sobre todo en Nuevo Laredo, donde murieron en pocos días entre cien y ciento cincuenta personas. Lo mismo pasó en Saltillo y Monterrey. En tanto la región petrolera de Tampico, estaba prácticamente infestada sin que las autoridades sanitarias pudieran controlarla. Incluso algunos médicos y enfermeras, murieron durante la pandemia.
Por ello, los Consejos de Salud prohibieron el tráfico ferroviario y desembarco de mercancías y personas en Tampico, declarando en cuarentena a varios enfermos procedentes de Europa. No obstante las precauciones, fallecieron 49 personas, entre ellas el diputado constituyente Fortunato de Leija y el empresario Melitón Rodríguez.
A pesar de los esfuerzos, a principios de octubre el Hospital Civil de Victoria reportó los primeros brotes, atendidos por los doctores Felipe Pérez Garza, Manuel Gómez Garza, Praxedis Balboa, Raúl Manautou, S. I. Yokoyama y Aurelio Collado. Uno de los primeros fallecidos fue el carpintero Loreto Martínez. Para evitar más daños, el Consejo Superior de Salubridad ordenó fumigaciones, lavado de manos, clausura de reuniones, suspensión del tráfico ferroviario, acondicionamiento de lazaretos y desinfección de nariz y boca con Nevurol y Borolina de venta en Botica Central.
Al caer la tarde, era común ver pasar por las solitarias calles y callejones de Victoria la carreta de Paco, tirada por la mula Pirulina trasladando cadáveres al Cementerio del Cero Morelos. Afortunadamente, en diciembre empezaron a disminuir los casos y todo volvió a la normalidad. Incluso se decretó la reanudación de clases en las escuelas.
En 1920 llegó a Tamaulipas una epidemia de Paludismo. Para entonces, la situación del país había mejorado en el tema de salud pública, al crearse laboratorios, institutos y hospitales especializados. En este sentido el gobierno de Álvaro Obregón, estructuró un plan para su combate en diferentes entidades del país. Sin embargo, el asunto de la Gripa Española permaneció largo tiempo en la memoria de los victorenses.
En 1922 se organizó el Instituto Bacteriológico de México. Ese mismo año surgió otra oleada de Gripa Española «más benigna», porque en Victoria sólo afectó de muerte a los niños Maximino Maldonado y Josefa Azúa. En poco tiempo, los médicos controlaron a numerosos enfermos con la síntomas clásicos del mal: temperatura, vómito, dolores de cabeza y vientre.






